Trasciende —como suelen trascender las cosas en Manzanillo, primero en el muelle y luego entre el oficialismo— que el director general del puerto ya hizo maletas, o más bien cajitas de cartón, porque dicen que el almirante Guillermo Mejía Georges se retiró discretamente, sin mariachis ni despedida oficial, nomás con un “ahí se ven” y rumbo desconocido.
La versión oficial dice que todo es parte de la “rotación periódica” de las Asiponas, esa frase mágica que sirve para cambiar mandos sin admitir que algo huele a humedad en los camarotes.
Pero la realidad —según cuchichean en los pasillos portuarios— es que Mejía Georges llevaba meses operando como si el puerto fuera su búnker personal: incomunicado, inaccesible y con la puerta más cerrada que la de una naviera en quiebra.
Cuentan entre los pasillos del comercio exterior que le hablaban, le escribían, le rogaban… y nada. Ni junta, ni oficio, ni una triste respuesta por WhatsApp. Y es que el hombre parecía un mito náutico, porque todos hablaban de él, pero nadie lo veía.
Por eso, cuando el jueves pasado el almirante se despidió de sus allegados y tomó rumbo a quién sabe dónde, más de uno en el puerto soltó un “¡por fin!” digno de brindis.
El cambio, dicen, es unánimemente celebrado —cosa rara en este microcosmos donde nunca hay unanimidades—, porque ya urge alguien que abra la puerta, conteste el teléfono y, de ser posible, entienda que el comercio exterior no se maneja con el silencio de radio de un submarino.
Así que termina la era Mejía Georges, con más sombras que luces, y el puerto se prepara para recibir al nuevo “ungido” —nombre aún en secreto, pero con el incienso listo—.
Como siempre, empezaremos de cero… porque en Manzanillo cada cambio de director es como un año nuevo: todos prometen que ahora sí viene un almirante que mira a largo plazo.
